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LOS DECRETOS NO SON LEYES Y LAS PASIONES NO SON NEGOCIOS

Por Eugenio Raúl Zaffaroni



En nuestra realidad, en este momento dominada a la vez por lo trágico y desopilante, se invierte la premisa –de dudosa validez– según la cual “la necesidad no conoce ley”, para pasar a que “la ley –o mejor los decretos– no conocen la necesidad”. Hace treinta años, en circunstancias diferentes, aunque un tanto menos problemáticas que las actuales, se introdujeron en nuestra Constitución Nacional los llamados “decretos de necesidad y urgencia”, viables “solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos en esta Constitución para la sanción de las leyes” (art. 99, inc. 3º).


Lo cierto es que, a renglón seguido, se establece un régimen muy particular, único en el derecho constitucional comparado, y que, en definitiva, deja lo que el Congreso haga en cada caso librado a las resultas de una ley especial sancionada por la mayoría absoluta del propio Congreso, que es la ley 26.122 de 2006, cuyo artículo 24 establece: “El rechazo por ambas Cámaras del Congreso del decreto de que se trate implica su derogación de acuerdo a lo que establece el artículo 2º del Código Civil, quedando a salvo los derechos adquiridos durante su vigencia”. Dicho de otro modo, el Poder Ejecutivo legisla y sus “leyes” (decretos) son ley, con la misma eficacia que las sancionadas por ambas Cámaras del Congreso, si una de sus dos Cámaras se limita a no rechazarlo, es decir, guarda silencio.


De este modo, la excepción se convierte en regla, en abierta contradicción con la norma general del segundo párrafo del mismo inciso 3º del artículo 99: “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”. Como puede verse, esta regla no rige cuando una de las Cámaras no rechaza el decreto, se limita a no hacer nada, en cuyo caso pasa a ser “ley” de la Nación.

Bien, pero en el plano de lo que “debe ser”, eso solo sucedería cuando “circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios”, como si sufriésemos un terremoto, para mencionar un ejemplo extremo. ¿Pero quién juzga cuándo se dan estas circunstancias? ¿Quién controla la existencia de las “circunstancias excepcionales de necesidad y urgencia” que requiere la Constitución? Pues, simple y sencillamente, el propio Poder Ejecutivo y una Cámara que se limite a guardar silencio, condición esta última que nunca es difícil de obtener, porque siempre se está en condiciones de negociar algo con un Ejecutivo que tiene demasiadas armas para amenazar como, por ejemplo, no remitir dinero a las provincias.


¿Y el Poder Judicial? Si formulásemos esta pregunta en público, con seguridad veríamos sonrisas irónicas y hasta escucharíamos alguna carcajada. Por eso, no abundaremos en esto, dado que en varias oportunidades precisamos que tenemos una magistratura, pero sufrimos la histórica carencia de un Poder Judicial, al menos conforme a lo que por tal se entiende en todo en derecho comparado.


En consecuencia, como los decretos –llamados de necesidad– se permiten desconocer la necesidad, de conformidad con la inversión de la premisa sentada al comienzo, cualquier cosa puede ser “necesaria” y responder a supuestas “circunstancias excepcionales”. Lo cierto es que el Poder Ejecutivo, que según nuestra Constitución es unipersonal, ejerce funciones legislativas sin control del Judicial y lo hace según lo que crea “necesario”. Así, desde hace treinta años, hay leyes sancionadas por el Ejecutivo y el silencio de una Cámara.

Por supuesto que, con semejante poder incontrolado, se llega a situaciones desopilantes. El actual Ejecutivo emitió el decreto 70/2023 que tiene 83 páginas y contiene 366 artículos sobre las más dispares materias. En el segundo de ellos establece la “desregulación del comercio, los servicios y la industria en todo el territorio nacional”, al tiempo que impone al Estado la promoción de “un sistema económico basado en decisiones libres”.

La ley 20.655, sancionada en marzo de 1974 y conocida como “Ley del deporte”, es la que desde hace cinco décadas regula el sistema institucional del deporte y la actividad física. Pues bien: el artículo 333 del desopilante “decreto de necesidad y urgencia” emanado del Poder Ejecutivo inmediatamente a la asunción del nuevo titular, o sea, en diciembre de 2023, introduce en esa ley un artículo 19 bis., por el cual se consideran “asociaciones civiles deportivas” a las previstas en el artículo 168 del Código Civil y Comercial, o sea, a las personas jurídicas sin fines de lucro (como hasta ahora son nuestros “clubes”) pero en un segundo párrafo agrega a las sociedades anónimas de la ley 19.550.


Esta es la gran novedad del decreto 70/2023, o sea que, según el Ejecutivo, es de “necesidad y urgencia” habilitar a las sociedades anónimas a asumir la función hasta ahora desempeñada por nuestros tradicionales y queridos clubes de fútbol. A criterio de nuestro Poder Ejecutivo, es una cuestión que no admite dilación, pues pareciera creer que “circunstancias excepcionales” hacen imposible seguir el trámite ordinario para la sanción de las leyes. Es obvio que a todas luces esto es un desfachatado abuso de poder del Ejecutivo, pues nada hay que impida un debate al respecto y el correspondiente trámite legislativo.

Nadie es ingenuo y por supuesto que todos sabemos que en torno del fútbol también se mueven grandes sumas de dinero y poderosos intereses. También sabemos que en otros países se ha habilitado la inversión privada bajo diferentes condiciones (sociedades mixtas, sociedades anónimas con especiales características y otras formas de participación ), lo que podría ser materia de un debate público y abierto. Pero aquí no hubo debate alguno y tampoco ninguna condición o régimen especial, sino que, dada la pretendida “necesidad y urgencia” se libera simple y sencillamente a cualquier sociedad anónima la posibilidad de reemplazar a nuestras sociedades civiles sin fines de lucro, es decir, a nuestros “clubes” de siempre.


En verdad, hemos afirmado algo inexacto, porque hay urgencia y no quieren demoras quienes pierden saliva por las comisuras y se frotan las manos viendo la posibilidad de participar en el festín de la desregularización, explotando el popular “capital emocional” del fútbol, porque ahora todo es “capital”. ¿O acaso no hay un ministerio que hace de lo humano un “capital”? Nada puede extrañarnos en este contexto desopilante.


Este despropósito, bien entendido, además de la posibilidad de abrir las puertas a la criminalidad organizada y al reciclaje de dinero de cualquier procedencia, se encamina a la destrucción de lo que hasta ahora nadie puso en duda y, por cierto, no nos fue nada mal en el fútbol con nuestros “clubes” tradicionales. Todo aconseja que, cuando algo funciona bien, lo mejor es no tocarlo. Pero, precisamente porque funciona bien, se convierte en una atracción para quienes ven en eso una fuente de negociados fáciles, es decir, algo que no importa destruir con tal de obtener ganancias.


En favor de los buitres que miran al fútbol como un puro negocio, el actual Ejecutivo siguió avanzando y, dada la “necesidad y urgencia” de esas aves carroñeras –con perdón de la metáfora, porque ellas también contribuyen a la ecología–, emitió el decreto 730/2024, por el que impone a las federaciones la obligación de adecuar sus estatutos a los términos del decreto 70/2023 en un año, o sea, que les prohíbe que en sus estatutos excluyan de sus competencias a los clubes que se conviertan en sociedades anónimas.


La Asociación del Fútbol Argentino (AFA) define en su estatuto el concepto de “miembro” como “asociación civil con personería jurídica (club o liga) en los términos expuestos por el Código Civil y Comercial de la Nación, Libro I, título II, Capítulo 2”, o sea, la persona jurídica que, conforme al artículo 168 de ese código, “no puede perseguir el lucro como fin principal, ni puede tener por fin el lucro para sus miembros o terceros”.


Como queda claro, en su incontenible omnipotencia, el Ejecutivo se mete en el estatuto de la AFA y le obliga a dejar de lado la limitación a las personas jurídicas sin fines de lucro, para abrirse a las sociedades anónimas con claro y específico fin de lucro. Contra este acto incalificable de autoritarismo se han obtenido un par de medidas cautelares en tribunales, pero la cuestión queda abierta, puesto que no se sabe cuál será el destino de esas decisiones en otras instancias.


Aunque a nuestro juicio nada indica la conveniencia de alterar el actual sistema que limita nuestros “clubes” como sociedades civiles sin fines de lucro (quizá agregándole algunos controles más estrictos a fin de evitar eventuales quiebras), admitimos que pueda abrirse un debate honesto al respecto, pero lo inadmisible es que sin debate, sin información a la opinión pública, sorpresivamente, por un simple acto del Ejecutivo de turno, en medio de un desopilante decreto, invocando una “necesidad y urgencia” que solo puede ser la de los siempre sedientos de negociados, se abra el juego a las sociedades con fines de lucro sin limitación ni condición alguna, es decir, se arroje el fútbol a una voracidad que “no conoce ley”.


Esta voracidad que “no conoce ley” no se agota en una más de las múltiples formas de entrega colonial de la Nación, sino que, en el caso particular del fútbol, hay algo más, algo más perverso, que es el debilitamiento del sentido de comunidad. Nadie ignora que el fútbol mueve multitudes, que apasiona, que incluso define identidades, aúna a personas que piensan de modo muy diferente, pero que se sienten integradas a una comunidad, genera ámbitos de coexistencia que no se dan en otro marco, es decir, crea un vínculo social muy particular y diferente, que se mueve y conmueve en función de emocionalidad, entrando en juego la afectividad como no sucede en otros ámbitos y que, por esa vía, refuerza sentimientos de pertenencia, incluso nacionales: nadie puede negar que emocionalmente se refuerza el sentimiento nacional cuando ganamos un campeonato y, hasta el más desinteresado por el tema, no deja de sentir un particular orgullo.


Todo lo anterior, sin contar con las múltiples actividades que sostienen nuestros “clubes”, en lo educativo, en lo sanitario, en el fomento de la barriada de pertenencia, es inadmisible que se libere sin limitación alguna a la voracidad de quienes solo ven en eso la posibilidad de un negocio, sin caer en la cuenta de que, además del negocio (o “negociado”), se trata de una cruel tentativa de debilitar aún más los vínculos de nuestra desconcertada sociedad, para pretender profundizar la sensación de soledad y aislamiento, propia de un mal entendido individualismo patológico, solo útil para impedir cualquier resistencia.


No solo se trata de destruir al Estado para dejarlo más indefenso frente a la voracidad financiera transnacional, sino de destruir a la sociedad misma. La “sociedad” no es un frasco lleno de seres humanos, sino las relaciones entre estos, es decir, la interacción humana. Dos ejércitos que luchan son una relación humana de conflicto, dos gobiernos que acuerdan una unidad aduanera son una relación humana de cooperación, pero dos ejércitos que pasan al lado sin verse o dos gobiernos que se ignoran no son ninguna relación humana. Insistimos: la sociedad no es un simple frasco lleno de humanos, sino el conjunto e intensidad de las relaciones entre ellos.


Esto es lo que se intenta desbaratar. Para comprender la verdadera dimensión de la agresión al fútbol argentino, queriendo reducirlo a un negocio de sociedades anónimas sin limitación alguna, debe vérselo insertado en nuestro actual contexto: se ha ido contra la sanidad, contra la obra pública, contra la educación gratuita, contra las universidades, contra los científicos, contra los jubilados y, también, contra el fútbol. No se trata solo de “destruir el Estado” sino también –y fundamentalmente– de destruir la sociedad, para impedir cualquier resistencia a la entrega descarada y confesa como nunca antes.


No le damos consejos a nadie, pero si se los tuviésemos que dar al Ejecutivo, le diríamos que en esta materia tenga especial cuidado, porque si bien en todos los múltiples frentes que abre enfrenta a seres humanos que no se mueven solo por la racionalidad sino también por la afectividad, en la cuestión del fútbol la esfera afectiva está mucho más comprometida que en los otros casos, no se excluye –por supuesto– la esfera racional, pero entra en juego sobre todo y de sobremanera la emocional y, cuando se tocan esos resortes, debe tenerse especial cuidado y manejarse con suma delicadeza. Hasta ahora lo ha hecho con la que le conocemos como habitual, es decir, con la de un elefante en un museo de porcelanas o quizá, con la de un simio con ametralladora.


*El autor es profesor emérito UBA y director del Instituto Fray Bartolomé de las Casas.



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